Árbol Gordo Editores

viernes, 25 de marzo de 2016

La gorra

Rubén se acomodó la gorra y se apoyó contra la pared. No había dormido la noche anterior y estaba medio pasado de rosca.
La esquina estaba tranquila, los vecinos estaban todos guardados porque estaba fresco. Cada tanto pasaba algún pibe y Rubén se acomodaba la gorra, lo fichaba y el pibe se iba silbando bajito.
El Horacio le había escrito hacía un rato para preguntarle a qué hora llegaba porque con los pibes habían organizado para salir de gira. Rubén estaba corto de guita y cagado de sueño, pero el Horacio tenía pasti, ya fue. El domingo apolillaba todo el día y listo.
Miró el celular, eran casi las diez.
La vieja del almacén de enfrente salió con la basura y la correa del perro en una mano y el teléfono en la otra. Largó la basura al tacho y casi ahorcó al perro. Gila, pensó Rubén.
La tipa cruzó la vereda y le pasó por adelante.
-Buenas noches, oficial, dijo la vieja.
-Buenas noches, señora, dijo Rubén, y se acomodó la gorra.

La otra infancia

De pequeña, solía pasar largas horas mirándome al espejo. Me acariciaba el rostro y el cuello. Me pasaba los dedos por los labios, me rozaba los pezones y, despacito, iba bajando por el vientre hasta encontrarme con "eso".
"Ya se va a caer", pensaba, mirándome el pene.
Mis compañeros de clase me decían mujercita, y aquello me entusiasmaba. Nenita, nenita, cantaban, pero no alcanzaba para que la maestra me diera permiso de ir al baño con las otras nenas, o para evitar la tormenta de puños que dos o tres veces por semana me alcanzaba a la salida de la escuela. A las nenas no se les pega, había dicho la señorita una vez, pero se ve que yo era parte de un grupo de nenas a las que sí se les puede pegar.
¡Pateá como hombre!, me gritaba el profesor de educación física y todos se reían de mis movimientos demasiado frágiles y de mi voz demasiado suave. No era buena en fútbol, lo reconozco, pero si tan sólo me hubieran dado la oportunidad de demostrarles lo asombrosa que era patinando, tal vez hasta se hubiesen sentido orgullosos de mí.
Una mañana de domingo, desnuda frente al espejo, osé esconderme el pene entre los muslos y ponerme la bata de seda de mamá. Qué bonita me quedaba.
No recuerdo muy bien qué pasó después. Papá entró al dormitorio y me sorprendió jugando. Apretó los dientes, se arrojó sobre mí y los puños de los chicos de la escuela ya no eran tan poderosos comparados con los suyos.
Sentada en la ducha, llorando, veía la sangre y el agua tibia arremolinándose en el desagüe. Las chicas de la escuela decían que la primera vez que sangrás duele, pero nunca me imaginé que tanto.

jueves, 24 de marzo de 2016

Invadirme

Soy completamente manipulable. Todos los días recorro el mismo camino, todos los días contemplo el mismo atardecer. Todos los días miro el mismo canal y hablo el mismo idioma. Todos los días me enojan las mismas cosas.
Todos los días las mismas cosas, el mismo idioma, las mismas personas.
Manipularme es tan sencillo como llenar mis cotidianeidades de mensajes bravos sobre un significado de felicidad que nada tiene que ver con lo auténtico. Ofreceme felicidad en doce cuotas, no importa cuántos años de garantía tenga. La pagaré con las horas que pierda chequeando Facebook en el tren. Voy a pagar maquillaje con sangre. No quiero pensar, decime qué es la felicidad, obligame a creerte y después vendémela.
Tengo que moverme.
Tengo que llenar mis pupilas de otredades.
A lo mejor así pueda despistarlos.
A lo mejor así no puedan invadirme.

Jana

La siesta pintaba larga, así que me vine un rato a la plaza a tomar una birra. Por alguna razón, la cerveza siempre es más cara en los barrios donde la gente saca a pasear perros de raza, pero esa tarde no me importó.
Jana se sentó sobre la lona y ahí nomás desparramó todos los juguetes. Los colores volvieron a maravillarla. Me di cuenta porque sonrió con la boca bien abierta, con la sabiduría de quien no cuenta dientes, sino momentos felices, carcajadas honestas ante el simple y maravilloso acto de poder ver.
Enseguida los juguetes parecieron aburridos y entonces la sorprendió el verde brillante del pasto recién cortado, los ojos misteriosos de los gorriones, el rugido triste de los colectivos que pasaban por la avenida, a media cuadra.
Descalza como estaba se escapó de la lona y la piel se le puso eléctrica cuando el césped le mordió la planta de los pies. Su carcajada llenó la plaza.
Dejame sentir lo que te pasa, Jana. Dejame sentir el ritmo de tu corazón un instante. Dejame recordar el ruido de la risa propia que explota cuando el césped de una plaza muerde los pies descalzos.
No quiero escaparme, quiero recordar por qué estoy peleando.

Es nena

"Es nena, le dijo la enfermera y se la puso en los brazos. Rosaura se encontró a sí misma, sudorosa y asustada, en el espejo negro de esos ojos diminutos. El cráneo se le llenó del ruido sordo que hacía su cabeza contra el baúl del auto y el olor a tabaco que tenía don Horacio, que le lamía la cara y le preguntaba si le gustaba que la viole. Lloró como esa tarde, la enfermera la creyó conmovida. Es nena, le había dicho, y Rosaura sintió pena por ella."

"É menina, disse a enfermeira, e a colocou nos seus braços. Rosaura encontrou-se, suando e assustada, no espelho preto desses olhos pequenos. O crânio foi preenchido com o baque que fez sua cabeça contra o porta-malas do carro e o cheiro de rapé que tinha Don Horacio, que lambia seu rosto e perguntava se ela gostava de ser estuprada. Chorou como naquela tarde, a enfermeira pensou que estava chocada. É menina, tinha dito, e Rosaura sentiu pena por ela."

Apuntes de Juan Solá.

A janela elétrica

Se a tua janela é a televisão, então o céu estará cheio de estrelas que não brilham realmente e as ruas cheias desse medo que faz você odiar o outro, sempre anônimo, sempre perigoso. Se a tua janela é a televisão, eles podem escolher a cor das tuas paisagens. A realidade será virtual e nossa! quantos momentos de amor vai perder, quantas oportunidades para compreender o dor de este rapaz que chora sobre o corpo moribundo da democracia ferida, gazela cercada por hienas e abutres. Tua voz é poderoso escudo para impedir qualquer golpe e por isso o clamor da rua incomoda, e por isso eles vão querer te silenciar. Você paga uma gaiola com wi-fi e esqueceu suas asas e sua voz e não percebe que o seu silêncio é cúmplice. O silêncio é o inimigo confortável. O silêncio te faz proprietário da gaiola, mas nunca da chave. Desligue a TV, se não quer golpe! Sai para a rua se não quer golpe! Lembre-se sua própria voz se não quer golpe! Que a liberdade que você tem não é para todos, então também não é para você. Que a liberdade que você tem é apenas um holograma em uma janela elétrica.
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Si tu ventana es la televisión, entonces el cielo estará lleno de estrellas que no brillan y las calles llenas de ese miedo que te hace odiar al otro, siempre anónimo, siempre peligroso. Si tu ventana es la televisión, ellos pueden elegir el color de tus paisajes. La realidad será virtual y ¡mierda! cuántos momentos de amor vas a perderte, cuántas oportunidades para entender el dolor de ese que llora sobre el cuerpo moribundo de la democracia herida, gacela rodeada de hienas y buitres. Tu voz es poderoso escudo para impedir cualquier golpe y por eso el grito de la calle molesta. Por eso querrán silenciarte. Pagás una jaula con wi-fi y te olvidaste de tus alas y de tu voz y no te das cuenta de que tu silencio es cómplice. El silencio es el cómodo enemigo. El silencio te hace dueño de la jaula, pero nunca de la llave. ¡Apagá la tele, si no querés golpe! ¡Salí a la calle, si no querés golpe! ¡Recordá tu propia voz, si no querés golpe! Que la libertad que tenés no es para todos, entonces tampoco es para vos. Que la libertad que tenés no es más que un holograma en una ventana eléctrica.

La piel de la bestia

Anoche estuve en un recital con un par de amigos y otras cien mil personas. La artista salió al escenario y el corazón de todos dio un vuelco, los gritos treparon hasta el cielo de tormenta, la electricidad fue contagiosa. Yo también grité y todos éramos uno. Un solo cuerpo, un rompecabezas de microalmas.
Algunos, abatidos por el porro y la cerveza, exigieron la potestad sobre sus propios cuerpos y decidieron salir. La masa, como un organismo enorme que expulsa células cancerígenas, se separaba formando salvoconductos y luego volvía a comprimirse como un muro de carne. La masa mutaba con el objetivo de tener los ojos siempre fijos en la mujer que cantaba en el escenario y nos hipnotizaba.
La masa levantaba los brazos cuando ella los levantaba y cantaba y saltaba cuando ella nos lo pedía. Quien no saltaba, quedaba sepultado. Saltar era más seguro que quedarse quieto, debíamos hacerlo. Todos teníamos pulseras y algún abrigo y más o menos la misma voz, pero qué importaba nuestra voz diminuta si era una nota mínima en ese mar de exclamaciones. En la oscuridad, hasta nuestros rostros eran los mismos; algunos ojos más oscuros, algunas pieles más claras. Éramos el pelaje jaspeado de una bestia enorme. Éramos todos iguales.
Ella no. Ella, sobre el escenario, era el corazón de la bestia, pero nunca pelaje. No era igual que nosotros. Decidía sobre la masa porque nosotros no conocíamos nuestros nombres pero sabíamos el suyo y aquello le era suficiente para comandar nuestras voluntades por un par de horas. La lluvia nos caía en la cara y nosotros nos sentíamos libres, libres porque nadie nos juzgaría siempre y cuando cumpliéramos el mandato de llevar sangre al corazón de la masa.
Ser iguales nos hizo libres, pero ser libres nos hizo anónimos.
Cuando la masa se dispersa, cuando ya no somos bestia de mil ojos y un solo corazón, nuestro yo vuelve a resistirse al anonimato. Esa sed de ser que nos mueve, nos hace individuales. Únicos y diferentes hasta que, una noche cualquiera, esas individualidades se congreguen nuevamente para saberse parte de algo mucho más grande.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Cajones vacíos

Para Salvador



Apareció por casualidad. No existe nada más casual que las escaleras del subte. Él bajaba y yo subía. La carpeta que llevaba bajo el brazo se le resbaló y todo se llenó de hojas mecanografiadas. La escalera, las hojas y sus ojos eran una imagen maravillosa.

Me apresuré a juntar los papeles y se los fui pasando. No sabía por qué, pero me temblaban las manos. Me sentí torpe. Quería mirarlo pero también quería rescatar las páginas que amenazaban con escaparse montadas en el viento frío de mayo. Las letras, como hormigas en fila, me golpeaban la cara y no quería leer, pero no podía evitarlo.

El párrafo me llenó los ojos y me obligó a mirar, pero con culpa, como quien mira la rodilla blanca que asoma bajo la falda demasiado corta de la maestra del sexto grado.

“En aquellos primeros momentos, la pureza que me cegaba también creaba un escudo. Él, camaleón, de repente me avisaba que siempre había estado ahí, camuflado bajo el ataúd de María, detrás de las cortinas de la abuela, bajo la cama de mi primo, en el fondo de la laguna, en las grietas de los zócalos, en el cuello de mi padre, bajo el disfraz de payaso, en el puño de mis compañeros de clase de colegio religioso.”

Aquella confesión leída a las apuradas me golpeó la cabeza como una maceta llena de pensamientos que cae desde un balcón y ahora tenía el pelo lleno de tierra, pero los ojos llenos de flores. Él me miraba, inmóvil, asustado. Sus monstruos me espiaban desde sus pupilas negras. Lejos de asustarme, me conmovieron.

Antonio, me dijo, y extendió la mano para estrechar la mía. Cuando me acerqué lo suficiente percibí el olor a melón de su piel morena y ya no quise continuar mi camino si él no me acompañaba.

Tomamos un café en Boulevard Charcas y otro día almorzamos frente a Parque Centenario y a la semana siguiente me invitó a tomar un vino en la terraza de un bar de actores cerca del Abasto.

Había algo mágico en la voz de Antonio. Sus cotidianeidades eran extraordinarias. A la hora de la cena, la casa se llenaba de olor a arroz con ajo y tal vez sólo había arroz esa noche, pero también había un velador junto a la cama que pintaba la habitación de anaranjado y que Antonio encendía para leerme hasta que el sueño me vencía.

De a poco me fue explicando quién era. Me contaba cuentos con protagonistas frágiles y yo me fui enamorando de esa verdad suya que aprendió a vestir de poesía.

Algunas madrugadas lo escuchaba salir de la cama y correr hasta la máquina de escribir, sudando. Cuando sus monstruos gritaban, Antonio debía purgarse. El sonido metálico de las teclas contra el papel lo apaciguaba y un rato después volvía a la cama, me abrazaba y me daba un beso en la espalda. La habitación volvía a llenarse de olor a melón y me tranquilizaba.

Los episodios se volvieron cada vez más frecuentes. A veces se despertaba gritando y cuando intentaba abrazarlo se zafaba y se escapaba y otra vez el sonido metálico y el sudor y mi pecho que se llenaba de la angustia de quien atestigua la muerte de un animal indefenso. No te mueras, Antonio, murmuraba cada vez que lo escuchaba llorar y escribir.

El doce de enero me desperté sudando y él no estaba ahí. Lo llamé varias veces, pero el eco de la casa vacía me avisó que era en vano. Recién cuando me incorporé descubrí los cajones vacíos y los libros ausentes de la repisa blanca. Antonio no estaba ahí y su máquina de escribir tampoco.  Se habían ido para siempre.

Los meses siguientes fueron siniestros. La casa estaba llena de pretéritos y mi boca llena de vino y pastillas. Me tumbaba en la cama, derrotada por el cansancio, por esa ausencia suya tan agotadora, y esperaba que el amanecer lo trajera de regreso. Esperaba verlo entrar por la puerta, acostarse a mi lado, abrazarme y besarme la espalda y que el olor a melón trepara por mi nariz. Quería escuchar sus cuentos mecanografiados a las apuradas después de una pesadilla.

Pero Antonio nunca regresó.

Esa noche me excedí con las drogas y cuando llegué a la cama la habitación se parecía más a un bosque de árboles secos. Cuando me caí, el colchón no era de espuma, sino de tréboles. Yo estaba de espaldas y escuché los pies arrastrándose, pero no quise voltearme, no me animé. Estoy soñando, pensé, y tragué saliva. El sonido de las teclas de la máquina de escribir retumbó en mi cabeza como retumban las balas. Me cubrí el rostro con los brazos y cerré los ojos con tanta fuerza que hasta se me escaparon un par de lágrimas.

Soy yo, dijo Antonio.

Levanté la cabeza y ahí estaba él, con la carpeta bajo el brazo y los ojos negros llenos de los mismos monstruos que había visto antes. Me sonrió y me preguntó qué ocurría y le dije que tenía miedo, que dónde estaba, que por qué se había ido. Le dije que tenía el estómago lleno de vino y pastillas, pero que aun así, más me dolía su ausencia.

Leeme un cuento, le pedí por favor.

Antonio abrió la carpeta y comenzó a leer para mí. Yo me acurruqué junto a él y apoyé la cabeza en su pecho. Su corazón latía rápido como cada vez que estaba ansioso y su piel tenía más olor a melón que nunca.

Cuando terminó, le pedí que leyera otro. Y uno más. Y después de ese me dijo que era tarde, que tenía que despertarme, pero me negué. No quiero volver al departamento vacío, le dije. Allá sólo hay vino y pastillas y los rincones están llenos de fantasmas.

Nunca regresé.

Supe mucho tiempo después que intentaron despertarme. Supe que mi madre lloró como no había llorado nunca, pero no me importó. Ahí, donde estaba, los fantasmas no podían alcanzarme porque Antonio leía para mí y su corazón no dejaba de latir y el olor a melón me envolvía y me habitaba.

Ahí, donde estaba, ya no habría eneros calientes que me vieran amanecer sudada, con la casa llena de eco y los cajones vacíos.


jueves, 10 de marzo de 2016

Hoy me desperté y tenía concha

Hoy me desperté y tenía concha.
Tremendo fue mi desconcierto al descubrirme ese espacio vacío entre las piernas. La carne ausente anticipaba miseria, porque bien sé que sin pito ya no tenía nada.
Llamé apurado a mi hermana y le expliqué como pude lo que me había ocurrido y le supliqué que viniera a casa y me trajera algo de ropa, porque todo lo que tengo es de hombre y también sé que mujer que viste camisas es lesbiana, nunca mujer.
Pasé un rato largo mirándome en el espejo. Tenía concha y tenía un par de tetas, redondas y suaves, de pezones oscuros. Todavía tenía la nariz ancha y los labios finos, pero mi hermana también había traído maquillaje y un tutorial en Youtube me enseñó a disimular esos rasgos que ninguna mujer debe tener. Me puse una falda, una blusa y zapatos altos; eso es lo que deben ponerse las mujeres.
Salí de casa apurado y después de dos cuadras los dedos de mis pies empezaron a machucarse. Quería calzarme un par de zapatillas, pero en la oficina todas las mujeres deben ir de tacos. No quería que mi jefe creyera que soy una mujer desalineada.
Tomé el 56 y atravesé la ciudad llenándome los ojos de carteles que mostraban mujeres que no se parecían a mí. Sentí pena por mis tetitas pequeñas que jamás tendrían el honor de vender un corpiño importado. Me acomodé el escote y escuché el click de la cámara de un oficinista que me encontraba lo suficientemente atractivo como para compartirlo en el grupo de Whatsapp de los pibes de fútbol. ¿Debía sentirme halagado? Mis tetas no venderían lencería, pero al menos le gustaba a algún degenerado. Le clavé la mirada más fiera que pude y me devolvió una sonrisa torcida y perversa y hasta se animó a sacar otra foto. El tipo que iba al lado le chusmeó la pantalla y también sonrió.
Llegué a la oficina y antes de que pudiera sentarme a laburar apareció mi jefe a pedirme que le preparara su café. Yo tenía trabajo pendiente, pero si alguien tenía que llevarle el café al jefe era yo (por eso los anuncios de empleo que piden asistentes y secretarias siempre buscan mujeres, porque son buenas atendiendo a los hombres.)
Salí a almorzar. Los muchachos que están construyendo la rampa del banco de la esquina y que siempre me piden un pucho, ahora me pidieron que les muestre la conchita rosadita. Dale, no seas mala, me dijo uno, y puso esa voz que ponemos los hombres cuando nos tocamos el pito porque estamos calientes. Me cerré la blusa hasta arriba y me enchufé los auriculares. Yo sé que gritaron un par de cosas más, pero sus voces ásperas quedaron silenciadas por la música y no sé por qué, pero me sentí más seguro.
Se hicieron las siete y corrí al shopping de Córdoba y Florida a comprarle un perfume a mamá para agasajarla por el Día de la Mujer. La piba que me atendió tenía cara de culo y pensé que cómo se nota que no necesita el trabajo, porque no me dedicó ni una sonrisa. Cuando me llevaba el perfume a la caja, la flaca me comentó que los tacos la estaban matando y que estaba parada desde las nueve de la mañana. También me dijo que hoy se había vendido mucho y que no tuvo tiempo de salir al mediodía y se había perdido el almuerzo que las chicas habían organizado para festejar. Luego, como volviendo al personaje, me dijo que tenía veinte de descuento con débito y que feliz día.
Mientras caminaba hacia Avenida de Mayo para tomar el colectivo se fue haciendo de noche. Unos recicladores urbanos que siempre paran sobre Maipú y que también suelen pedirme puchos me dijeron algo que no escuché (en mis auriculares sonaba Cerati) pero que entendí más o menos porque nadie pide un pucho con la mano en la bragueta.
Paré en el kiosco y el pibe que atiende me preguntó qué querés mami. Si yo fuera tu mami te hubiera abortado, pelotudo, pensé, pero no le dije nada. Además no podría haber abortado aunque quisiera, así que para qué iba a discutir. Tampoco le dije nada cuando me dijo chau hermosa, pero si hubiera tenido ojos en la nunca lo hubiera visto mirándome el culo cuando me di vuelta. No dije nada porque me dolían las piernas. Las piernas y un poco la cabeza. Y el yo. El yo me dolía un montón.
Hoy me desperté y tenía concha. Y fue el peor día de mi vida.

La Norma

En la esquina de mi casa se juntaron los negros a pasarse una birra y hablar a los gritos. La luz pobre del alumbrado público muere en las viseras de sus gorras y entonces la sombra cae como un velo sobre sus ojos de pupilas dilatadas. Escuchá cómo gritan los negros, deben estar drogados. El porro les empasta la saliva y les seca la garganta, y ahí nomás se cruzan a lo de la Norma a comprar más cerveza. La Norma vende la cerveza más cara del barrio pero atiende hasta tarde porque es pilla. Ella sabe cuánta sed les da el porro. Demasiadas noches pasó la Norma espiando a los negros desde atrás de las rejas del kiosco.
Otra cosa que tiene caro la Norma es el helado. Revende una marca de Capital que al Claudio le gusta, entonces me mandó a que le compre medio kilo.
El portón chirrió cuando lo abrí y ahí dos de los negros se dieron vuelta y me miraron. Me puse el celular en la teta y cerré la campera. Uno dijo algo que no entendí pero por las dudas murmuré negros de mierda y sentí como la R en mierda me acariciaba el paladar.
Aplaudí dos veces hasta que escuché que la Norma se levantaba de la silleta de lona. De fondo sonaba la voz fingida de algún doblajista de novela brasilera. La luz de la pieza de al lado atravesaba un poco la sábana finita que habían puesto de cortina y a contraluz vi la silueta de la Norma, que es grandota, medio machorra.
-¿Que buscás?, me dijo.
-¿Helado te queda?
-¿El importado o el otro?
Me reí con la ocurrencia y respondí que el importado.
Mientras la Norma sacaba el balde del congelador aproveché para fichar a los negros, a ver si todavía justo se cruzaban a comprar cerveza.
-Estos están re dados vuelta, eh.
-¡Ah no!, dijo la Norma, y se rió.
-Como se ve que mañana no labura ninguno, comenté. El Claudio a las diez ya está mirando Tinelli en la cama. A las seis se levanta.
-Estarán de vacaciones-, aventuró la Norma.
-Vos sabés que estaba cruzando la calle y uno me dijo una grosería. Decí nomás que no entendí bien lo que dijo.
La Norma soltó el pote sobre una mesita de madera que tenía ahí y se vino para la ventana. Los miró fijo un rato largo y después me clavó los ojos a mí.
-¿Qué te dijeron?
-No entendí bien. No sé.
-No te dijeron nada, no mientas.
De golpe la Norma se puso seria y de verdad que parecía un hombre, hasta le bajé la mirada.
-¿Vos los conocés a esos pibes?, me patoteó.
-Mas vale, si están todos los días dándose enfrente de mi casa. Qué no los voy a conocer.
-Mirá, fijate ese que está allá, dijo la Norma y sacó el brazo entre las rejas. El que tiene la gorrita roja con las letras blancas. A ese le dicen Oreja. Hace seis meses uno que vive allá atrás del riacho le violó la hermana cuando iba para la escuela. Cuando el Oreja se enteró, todos los que vos ves ahí lo acompañaron a romperle la cabeza al tipo.
-Son peligrosos, comenté con un poco de miedo.
-Mirá aquel otro, el de remera anaranjada. Ese es el Luis, el hijo de la Chili. El Luis escribe las canciones.
-¿Qué canciones?
-Las canciones que cantan. Los pibes estos tienen una bandita de hip hop y a veces cantan a beneficio de la salita. Organizan eventos para juntar cosas. Cuando a la hermana del Oreja la violaron, el Luis escribió una canción que habla sobre por qué violar está mal. No quería que eso pase nunca más en el barrio. Ahora, cuando hacen una presentación, esa es la primera canción que cantan. Tienen miedo de que a otra le hagan lo mismo que a la piba esta. Ellos no te dijeron nada. No sabés bien lo que escuchaste pero por las dudas te atajás. Te dan miedo. ¿Alguna vez el Claudio te pegó?
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Imaginate, si te faja el que amás, el desconocido siempre asusta. Yo a estos pibes los conozco. Se juntan para practicar las canciones ahí porque no tienen para la sala de ensayo. Toman cerveza y se fuman algo y no los vi pelear ni una sola vez. Son compañeros. El que más se cruza a comprar es el Pablito, el del short de River. Lo mandan a él porque todavía es pendejito. Dice que va a estudiar para médico para trabajar en la salita para que a la madre la atiendan bien. Es un cago de risa el pendejito. Y después está el otro, el Pilo. El Pilo vende sánguches en la estación. Dice que prefiere eso a tener que viajar colgado del tren todos los días hasta Capital para sentarse en una oficina careta a que lo humillen por dos mangos. Tiene principios el Pilo. ¿De qué querés?
-¿De qué quiero qué?
-El helado, qué va a ser.
-Ah. Medio de chocolate, respondí distraída.
Agarré la bolsa que me dio la Norma y murmuré un gracias. Algo me había quedado haciendo ruido en la cabeza. Estaba como ausente y crucé la calle y cuando pasé junto a los pibes los miré y les dije buenas noches. Buenas noches señora, me dijo el Pilo y los otros lo corearon. El chirrido del portoncito le avisó al Claudio que ya estaba volviendo. Se va a poner contento que le conseguí el helado. Me gusta cuando el Claudio está contento, me trata bien.

No me conquistes

No me conquistes. No necesito tus barcos ni me hacen falta tus armas. No quiero verte llegar a mis costas para arrasar con mis montes, no quiero verte abrasar mi civilización.
No quiero tu Dios ni merezco tus mártires. Tus espejos nada saben de mi reflejo traslúcido que se acuesta a dormir sobre el cristal del río manso. Tu conquista huele a pólvora y yo soy flores de naranjo. Yo ya existía cuando tus botas se hundieron por primera vez en la arena de mis trópicos.
Habitame despacio, mostrame las fotos que te acompañan y los mapas de la tierra que te vio nacer, pero no me conquistes. Que tu historia me maraville, no me doblegue. Sé forastero misterioso al que quiera acercarme, jamás feroz conquistador que me obligue a desaparecer en la espesura de la niebla.
Adentrate despacio en mis senderos. Maravillate con las cascadas que serán tu pila bautismal. Contemplá mis estrellas en silencio y perdoná mis tormentas de verano. Que mis cuevas sean refugio, nunca empresa. No podrás comer el fruto de mis árboles si no te conmueve la semilla que germina, la tierra que los parió.
No me conquistes. Conquistar es asolar y me urge ser verde. La savia de mi monte será remedio cuando necesites sanar.

Microalmas (extracto)

Cemento

La urgencia me sacó del edificio a empujones. Mirá cómo está la luna, me había dicho Luan, y salí a la calle sólo para encontrarme con pasillos largos bordeados por edificios. Allá no había luna ni cielo, más que ese recorte azul oscuro enmarcado por cúpulas centenarias. Tuve nostalgia del telón lleno de estrellas sobre mi patio del Chaco. El cemento protege, pero aísla.

Balcones vacíos

El texto a continuación cerró el evento "Malvinas" (febrero, 2016) en la Sociedad de Fomento "Los Chicos de Malvinas", Lomas de Zamora - Buenos Aires (AR)

Somos peligrosos. Siempre es peligroso quien recuerda. Peligroso quien recuerda y peligroso quien abraza ese recuerdo sin haberlo vivido y lo hace carne, memoria colectiva que ha de salvarlo.
Somos un ejército armado únicamente con el holograma latente de aquellas primeras planas que prometían victoria a un país que estaba viendo morir a sus hijos. Estamos ganando, decían, pero era mentira. Ese dolor es más poderoso que cualquier bala, pero también es sabio. La ausencia de los amados siempre despierta a los pueblos.
En mi barrio, los balcones se apilan en torres de diez pisos y en cada uno de ellos sucede un pedazo de la historia de mi Patria. Vistos desde lejos, parecemos hormigas habitando un enorme monoblock lleno de túneles y rincones que nos protegen de la ciudad.
Nueve balcones están llenos de plantas y sillas de plástico que el sol despintó. La del sexto tiene un gnomo de jardín. El del octavo está lleno de juguetes y a la tardecita una nena se sienta a tomar la merienda y mira el cielo. Pero yo siempre observo el balcón del segundo piso, el deshabitado. Ese lugar que debería estar ocupando alguien está vacío y es como si el hormiguero estuviera incompleto. Se me apagan los ojos y exhalo algo parecido a la nostalgia. Nunca es cómoda la consciencia de un alguien que falta.
Habitamos un país lleno de balcones vacíos. Quien haya visto un balcón abandonado sabrá lo triste que luce. Se pone oscuro y el piso se llena de manchas y las palomas anidan en él. Más allá alguien ha olvidado dos macetas, otrora verdes, ahora llenas de tierra seca y yuyos bravos. Así de terrible es el olvido.
Por eso yo hago memoria y lleno los balcones de héroes que no llegaron a enterarse que lo eran. Los lleno de quienes pagaron con su sangre la democracia silenciada. Les pongo las voces de quienes no gritaron goles desde sus celdas clandestinas. Los lleno de adolescentes temblando en las trincheras y de madres temblando junto a la radio. Mis balcones siempre estarán repletos de flores y juguetes, de pibes que conocen su historia y por eso miran el cielo, nunca para abajo. Ningún balcón abandonado habita en mí, en ellos siempre habrá espacio para los ausentes de la historia.

Fernweh (primera parte)

-Tengo fernweh de vos.
-¿Fernweh? ¿Qué es eso?
-Una palabra en alemán. Nostalgia de un lugar en el que nunca has estado. Tengo fernweh de vos cuando miro una foto o escucho tu voz, qué me importa no haberte visto nunca. Y si acaso los hombres somos universos pequeños, también tengo fernweh de tus estrellas.